Muchas mujeres viven una lucha silenciosa con su cuerpo, y yo fui una de ellas. Durante años viví en guerra, no una guerra invisible, sino una batalla íntima y silenciosa: contra mi cuerpo, mi imagen, mis síntomas, mi reflejo.
Esta guerra se libraba en cada espejo, en cada comida, en cada revisión médica, en cada oración donde pedía sanidad pero me sentía defectuosa.
Soy psicóloga, cristiana, y he vivido con lipedema, ansiedad generalizada, y un metabolismo profundamente alterado. También he sospechado que mi ansiedad puede tener raíz neurodivergente.
Mi salud estaba deteriorada. Mi alma, por supuesto, desgastada. Mi cuerpo, inflamado y cansado, pero lo que más me dolía no era mi cuerpo: era mi relación con él. Hasta que decidí rendirme, dejar de luchar y comenzar a reconciliarme conmigo misma.
Cuando el cuerpo pide ayuda
Hubo un momento en que mi rutina incluía 11 medicamentos al día. Mis exámenes estaban al límite, y mi cuerpo lleno de síntomas. Once formas de sostener un cuerpo que gritaba por descanso, por amor, por alivio.
Hoy, tomo solo 3 medicamentos esenciales (por esta temporada), mis exámenes han mejorado notablemente.
¿Qué cambió?
No fue una dieta milagrosa.
No fue una cirugía.
Fue un cambio profundo en cómo me relaciono conmigo misma.
Salud en Todas las Tallas (HAES): un enfoque compasivo
A fines del año 2022 me encontré en redes sociales con el enfoque HAES (Health At Every Size - Salud en Todas las Tallas), al descubrirlo entendí que podía mejorar mi salud sin obsesionarme con el peso.
Sumé prácticas como:
- Alimentación intuitiva, que me enseñó a escuchar el hambre real, el placer, y la saciedad.
- Movimiento amable, no castigador, que incluye caminatas, estiramientos y descanso que no son una carga mental con la que debo cumplir.
- Autocuidado sin violencia, especialmente para un cuerpo con lipedema que posiblemente no responda de la manera que espero.
El cuerpo como lugar sagrado
Como cristiana, durante este tiempo también hice un giro profundo en mi relación con Dios.
Durante años creí que "cuidar el templo del Espíritu Santo" era tener un cuerpo pequeño, delgado, digno de ser aprobado.
Hoy entiendo que Dios no se ofende con mi cuerpo.
Dios habita donde hay verdad, entrega y sanidad real.
Y eso sucede incluso —y sobre todo— en cuerpos que han sufrido, que han cambiado, que han sobrevivido.
Hay un texto en la Biblia que siempre llama mi atención. En Juan 9, al encontrarse con un hombre ciego de nacimiento, los discípulos de Jesús le preguntan quién pecó para que él estuviera en esa condición, si él o sus padres, pues se creía que el sufrimiento siempre estaba ligado el pecado, ya sea propio o generacional. Pero Jesús responde que nadie había pecado, que esta ceguera era para que se manifestara la gloria de Dios.
Este texto lo aplicaba a enfermedades catastróficas, que claramente nadie desea vivir. Pero en el caso de una enfermedad crónica, supuestamente "causada" por uno mismo, conectaba más con la culpa que con la compasión.
Cuando Jesús sanaba, jamás culpó a las personas de su condición. No las juzgó, ni las interrogó, no les exigió perfección.
Les preguntó si querían ser sanadas.
Les devolvió la dignidad.
Y esa dignidad también empieza por cómo nosotros mismos hablamos de nuestros cuerpos.
Cuando el cuerpo responde
Hace poco volví a control médico y notamos algunos cambios importantes con respecto a mi último control, pero aún mayores si miro mi proceso completo.
- Mis exámenes mejoraron: glicemia, colesterol, triglicéricos.
- Mi ansiedad disminuyó: desde la autocompasión y el cuidado emocional.
- Mi movilidad mejoró: sin entrenamientos extremos ni exigencias.
- Y lo más importante: mi relación con mi cuerpo se transformó.
Sigo teniendo un cuerpo grande, y hay una gran probabilidad de que así sea hasta el fin de mis días. Sigo teniendo diagnósticos, y días difíciles. Pero ya no vivo en guerra. Hoy habito mi cuerpo con amor. Hoy descanso sin culpa, sin excusas, y me muevo con gratitud, me acompaño con fe.
Si tú también estás cansada de pelear con tu cuerpo...
Te entiendo. Yo también estuve ahí.
Quizá tu lucha es diferente y no estás buscando "bajar de peso", sino bajar la guerra interna. Quizá lo que necesitas no es otra dieta, sino un camino de restauración.
Si hoy te comparto esto tan personal, no es para decirte "si yo pude, tú también". Porque yo conozco mis recursos y condiciones, pero no sé las tuyas, cada proceso es diferente. Pero hay algunas verdades que son comunes a todas:
Tu salud no depende del tamaño de tu cuerpo.
Tu apariencia no es una demostración pública de tu fe.
Tu restauración comienza cuando eliges amarte como Dios te ama, y verte como él ya te ve: con gracia, ternura, y propósito.
Con cariño, Jesu.